Llegó Donald Trump y mandó a parar.
Esa es la impresión, que el nuevo presidente norteamericano mandó a parar la globalización, y los acuerdos transnacionales, y el deshielo recién iniciado con Cuba. “Fidel sobrevivió a once presidentes USA pero no aguantó a Trump ni quince días”; es uno de los chascarrillos que circulan por las redes sociales desde la muerte del líder cubano.
“La historia me absolverá”, pronunció Fidel Castro como alegato en el juicio al que hubo de enfrentarse en 1953 tras el asalto al cuartel Moncada. La historia tendrá difícil juzgarlo. Fue el líder de una revolución y de un sueño compartido por millones de ciudadanos: el de terminar con el imperialismo yanqui en el continente iberoamericano. Y fue el dictador implacable que durante casi cincuenta años estrujó las potencialidades del país caribeño al tiempo que conculcaba hasta niveles insoportables los derechos más básicos de los cubanos.
Trump es un neoliberal heterodoxo que propugna el adelgazamiento del Estado, la reducción de impuestos y la eliminación de normas reguladoras del mercado al tiempo que defiende la expansión del gasto público para estimular el crecimiento y el empleo. Es un neoliberal extremista que reniega de la globalización. No soporta que las empresas norteamericanas deslocalicen sus fábricas; tampoco que contraten trabajadores extranjeros.
Ante semejante pliego de condiciones, uno podría pensar que a Donald Trump la política internacional le traería sin cuidado. Que con ese lema tan básico y efectivo, “make America great again”, tomado por cierto de la campaña de Reagan, el presidente electo imaginaba más bien un país situado por encima del resto de naciones del planeta, ajeno de algún modo a las inquietudes compartidas por los dignatarios del mundo. Primero Estados Unidos, soberbio en la cima, autosuficiente, a una higiénica distancia del resto.
De sus primeras manifestaciones al respecto, se infería que Trump pasaba de Cuba y que el acercamiento entre los dos países promovido por Obama no le preocupaba lo más mínimo. Pero pronto sus asesores le debieron de advertir: oye, Don, que en Miami viven un millón y medio de exiliados, un millón y medio de votantes que nos pueden entregar Florida. Y Florida es uno de esos estados que nos podrían llevar hasta la Casa Blanca. Y entonces Trump cambió el mensaje.
En uno de sus últimos mítines antes de las elecciones, criticó con dureza la política aperturista de Obama en Cuba y prometió acabar con ella de un plumazo. Dijo, literalmente, lo siguiente:
“También vamos a estar con el pueblo cubano en su lucha contra la opresión comunista. El acuerdo unilateral del Presidente para Cuba sólo beneficia al régimen de Castro. Pero todas las concesiones que Barack Obama ha otorgado al régimen de Castro se hicieron a través de una orden ejecutiva, lo que significa que el próximo presidente puede revertirlas, y eso es lo que haré, a menos que el régimen de Castro satisfaga nuestras demandas. Esas demandas incluirán la libertad religiosa y política para el pueblo cubano.”
El proceso abierto entre Estados Unidos y Cuba en los últimos meses se debe celebrar como uno de los movimientos estratégicos más acertados de la administración Obama. La política aislacionista y de confrontación nunca ha aportado nada bueno al mundo; tampoco a las partes directamente implicadas. La cooperación entre países distintos, sobre todo los pertenecientes a una misma región, ha dado lugar a los mayores avances en materia económica y social; también en materia de paz y convivencia.
El acercamiento de Estados Unidos a Cuba ha supuesto un estímulo indudable para la democratización del país caribeño, para la recuperación de las libertades y para la redención de una economía encorsetada por el yugo de un Estado incapaz y obtuso. El regreso al conflicto en el que parece haberse instalado Donald Trump provocará que esas expectativas se vuelvan a congelar.
Marcelino Fernández Mallo
Director de Desarrollo Corporativo Grupo IFFE
Artículo aparecido en la edición en papel del Diario de Pontevedra