Se habla y mucho del concepto de ecosistemas empresariales pero, en ocasiones, nos olvidamos de que noble, seria y científica procedencia surge el concepto. Pues ni más ni menos que la teoría de la evolución.
En la teoría evolucionista cada vez se oyen más voces discordantes con respecto a “la primacía del más fuerte” concepto propio del evolucionismo más clásico. Realmente, si somos rigurosos, este concepto no es propiamente de Darwin sino de alguno de sus más entusiastas seguidores, tal es el caso de Herbert Spencer (1820-1903).
Por el contrario y frente a esta orientación reduccionista y unilateral de la evolución individual, la coevolución empieza a estar cada vez más asentada en el imaginario evolutivo. Resulta irónico comprobar como el padre de “El origen de las especies” no llegó en ningún momento a explicar de dónde proceden las especies. Lo que formula es, por lo tanto, el cómo, pero no el porqué. Es más, como tal “evolución” es un término que el propio Darwin no utiliza; se refirió siempre a “descendencia con modificaciones”.
El posterior darwinismo y sobre todo la denominada “síntesis moderna” se basará en que la variación heredada deriva de los cambios aleatorios que se producen en la química de los genes. A medida que los cambios aleatorios de orden genético se acumulan con el paso del tiempo, determinan el curso de la evolución. Pero no todos los componentes del modelo evolutivo piensan en esa dirección.
Para autores como Lynn Margulis o Dorion Sagan la fuente principal de la variación hereditaria no es la mutación aleatoria, sino que la variación importante transmitida, que conduce a la novedad evolutiva, procede de la adquisición de genomas. Y esta situación se denomina simbiogénesis, es decir, la vida en común de organismos distintos entre sí, por la cual organismos de tipología distinta se unen y dan pié a un tercer organismo, siendo esta relación estable en el tiempo y a largo plazo. Y este sería el mecanismo motor de la evolución de las especies, el por qué de la misma. Por evolucionar conjuntamente, por coevolucionar. Y dicha coevolución configura un ecosistema interrelacionado. Se evoluciona así, cooperando.
Hasta las especies más consideradas como inútiles cumplen una función. Plantas con nombres tan reveladores como el bledo, la colleja, la cebada ratonera, la avena loca o la caléndula, pertenecientes al rotundo nombre de “malas hierbas” son importantes para el ecosistema. Existen unas 250.000 especies vegetales en todo el Planeta y aproximadamente 7.500 son denominadas hierbas. Entre las consideradas como “malas”, unas 300 más o menos, sólo una decena lo son realmente y debido a la persecución implacable a que se las ha sometido, se encuentran en peligro de extinción. Pues bien, recientes estudios realizados por la Sociedad Española de Malherbologia SEMH, la ciencia que estudia esta tipología de hierbas, han comprobado que realmente resultan decisivamente beneficiosas. Son las buenas malas hierbas. Coexisten con todo tipo de especies de plantas en el campo ayudando al resto aumentando la fertilidad del suelo, luchando contra la erosión y manteniendo la cubierta vegetal, eliminando la acumulación de metales pesados del suelo y nutriendo de polen a los insectos transmisores sirviéndoles así mismo de cobijo. Vaya, que no son tan malas y que de lo malo puede incluso sacarse algo bueno.
Se atribuye a Winston Churchill la lúcida frase de que “el precio de la victoria es la responsabilidad”. Los ecosistemas relacionan entre sí a sus integrantes y por lo tanto, interaccionando entre ellos, consiguiendo evolucionar conjuntamente. Como estamos de frases, recordemos aquel proverbio chino que dice “ayúdame cuando menos lo merezca, porque será cuando más lo necesite”. Evitar interferir y dejar hacer también es ayudar. Y colaborar es el fundamento de los ecosistemas colaborativos. Por eso se llaman de esta manera, claro.
Por Manuel Carneiro, Consejero Delegado de IFFE Business School
Foto By Isidre blanc (Own work) [CC BY-SA 4.0 (http://creativecommons.org/licenses/by-sa/4.0)], via Wikimedia Commons